Prohibido envejecer

Querido Sur,

El próximo lunes cumplo 33. Qué concepto de mierda ese de “cumplir años”, como si uno estuviera preso. Mejor dicho, como si uno recordara lo preso que está. La vez pasada ya te hablé de esa cuestión del infierno astral y la mar en coche, toda esa revolución interna que sucede en las semanas previas al aniversario de la venida al mundo.
Siempre me pregunto de dónde habré venido. Si realmente “vinimos”. Si somos ciertos.
El otro día fue el cumple de Martín. Un año más, dice él. O un año menos, respondo yo, sin ánimo de ofenderlo, sino más bien de invitarlo a pensar conmigo toda esta repetición, la más evidente de todas las repeticiones urobóricas que contienen a la humanidad.
Una vez me crucé con una de esas frases cortitas y contundentes que te dejan mirando lejos como perro que volteó la olla. Estaba en inglés y decía algo así como: no vivas el mismo año setenta y cinco veces y llames a eso ‘vida’. Yo era chico y reconocí de inmediato el sentimiento que se apoderó de mí desde entonces, una necesidad impostergable de vivir más allá de los horarios, los turnos, las filas y los calendarios, y recién ahora, tan ahora que ya parece antes, vengo a enterarme que es prácticamente imposible.
Me pregunto quién querrá cumplir años cuando puede cumplir las promesas que se hizo a sí mismx frente al hartazgo de lo cotidiano y al mismo tiempo me respondo que es más fácil montar una celebración antes que hacerse cargo de lo que cada quien se dice para convencerse de que todo esto tiene algún sentido más profundo que nacer, comprar, criar y morir. “¿Quién puede elegir los paraguas cuando aprende a amar la lluvia?”, me dije una vez. Creo, sin embargo, que desde entonces permanezco bajo un alero, sin paraguas, sin respuesta, viendo cómo la lluvia arrastra consigo cada atisbo de lucidez.
Qué fiaca ir “cumpliendo años” en esta jaula planetaria donde pareciera estar prohibido envejecer. El otro día una mariquita me dijo vieja en medio de una charla amistosa y no me salió reírme, supongo que por toda esta cuestión internalizada y tantas veces transitada de la vejez disidente. Y no es que piense directamente en mi vejez todos los días, pero sí soy consciente de que cada vaso de agua que me tomo me ofrece la salud que se me va con cada tabaco que hago rollito entre mis dedos y apoyo entre mis labios, completamente alerta de las consecuencias. ¿Será que en realidad, la vida no es más que un ejercicio de muerte? ¿Podrá mi cuerpo cargarme cuando no haya hijos? Porque a mí me enseñaron que para eso están los hijos, las hijas especialmente, y qué difícil desprenderse del veneno de algunas ideas implantadas, construidas a partir de una experiencia que nada tiene que ver con esto que creo que soy.
La tristeza de los últimos días bien puede ecualizarse con fiesta y amigos y vino y cannabis y y y… ¿pero para qué organizar un cumple si hace rato que estoy en uno? No se puede entrar a una fiesta sin primero apagar las luces de la anterior. Y ahí estoy yo, quebrado sobre el sillón, viendo a la gente bailar en mi cabeza la playlist que nunca armé. Alguien se me sienta al lado, me dice feliz cumpleaños, me abraza y devuelvo el abrazo y cuando devuelvo el abrazo me encuentro con esa persona que solo podrá ir a mis fiestas de cumpleaños mentales, porque de este lado de mis ojos ya no existe y para verle tengo que dejar caer el telón de carne de mis párpados y amigarme con la oscuridad, que me ha dado tanto.
En la celebración interna nunca falta nadie. En las fiestas de mi mente nunca estará prohibido envejecer.

Buenas noches,
Juan

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