La Escuela Pública está amenazada, ya lo sabemos. Y la principal amenaza es un Estado ausente, abandónico, volcado de lleno a incentivar el negocio de lo privado. Un Estado que no garantiza siquiera que se trabaje en condiciones mínimas de seguridad. Y, frente a una crisis transversal que afecta siempre a los que menos tienen –y, particularmente, a tantos pibes y pibas en nuestro país–, el trabajo docente gana mayor relevancia: son las y los docentes quienes reciben problemas y resuelven conflictos, quienes pelean desde abajo por abrir cabezas y mostrar destellos de luz en un presente tan oscuro.
Por Hugo Montero
Detrás del discurso del poder de turno, emerge el desprecio de siempre por la educación pública. No se trata exclusivamente de una apuesta empresarial en favor de la redituable variable privada: se trata de una mentalidad acuñada desde la exclusividad de quienes dibujan una escuela pública a partir de prejuicios y lugares comunes, una forma de pensar al otro que lo acomoda bien lejos de sus privilegios y oportunidades, que lo cristaliza en la exclusión y el margen, que pretende incluso empujarlo más allá de las posibilidades de subsistencia.
El imaginario del poder perfila al docente de la escuela pública como ese otro que amenaza su gestión desde la raíz, que pone en cuestión sus verdades de barrio cerrado, colegio anglosajón, verso de autoayuda y nido de oro, porque desde su oficio transformador y disruptivo en el aula puede atacar desde los cimientos la realidad artificial bancada por los medios corporativos, esa que estalla en mil pedazos cuando choca con la realidad de todos los días. El negocio y el desprecio se funden en un mismo discurso: el y la docente es el otro a estigmatizar, a lapidar desde los medios hegemónicos. El y la docente que se enfrenta cada mañana a la explotación, al hambre de los pibes y pibas, a los traumas de sus estudiantes y la emergencia de conflictos graves que llegan desde cada casa, que aporta mucho más que una mirada pedagógica ante la crisis que afecta directamente a los más chicos.
Quien limite el trabajo docente a la mera transmisión de conocimientos, no pisó nunca en su vida una escuela pública. Quien se atreva a cuestionar el enorme potencial del oficio como primera experiencia de convivencia social para millones de pibes y pibas en todo el país, nunca entró a una escuela rural o del conurbano.
Pero la realidad trastoca todo, incluso el modo de contar el presente de la escuela. Hoy hay que mencionar temáticas cotidianas que atraviesan las vivencias de todos sus protagonistas: desde la necesidad de expandir la Educación Sexual Integral hasta rediscutir la utilidad de las pautas de evaluación. Desde desnudar el régimen de trabajo no pago por fuera de las horas de clase que compromete a cada docente (corrección, preparación de clases, etc.) hasta poner en primer plano las pésimas condiciones edilicias en las que el Estado pretende que se “eduque”. Lejos de lo previsible, la muerte de dos trabajadores de la educación (Sandra Calamano y Rubén Rodríguez) por la explosión de una tubería de gas en Moreno, no cambió nada. Por si no queda claro, el Estado es desidia y abandono: como política de gestión tomó la decisión precisamente de correrse de su función y dejar tirada a la educación pública. Frente a esta realidad innegable, la docencia cobra mayor relevancia, y también el modo en que elegimos contar esa experiencia. Este dossier pretende, en todo caso, romper la inercia demonizadora del poder y rescatar, en pequeñas historias, ese vínculo cotidiano, profundamente transformador y entrañable, de la docente y el docente con sus estudiantes.
Seño, dejame jugar
(Marcela Alluz)
Sin recreo, les dice la seño y escribe mas cuentas en el pizarrón. Lichi mira la ventana y la pelota de fútbol rebotando en los canteros. Se queda viéndola y se le ríe la cara. Vuelve los ojos a la pizarra y después al cuaderno que sigue en blanco. Se le cae el lápiz y se tira al piso a buscarlo. Cuando lo encuentra, ve que al lado está la cinta que había perdido Matilda y ahí nomás la toma y se la da. La seño lo reta y le dice que vuelva al banco. Lichi se levanta y de nuevo los ojos detrás del vidrio y los chicos que corren. ¿Podemos? –pregunta– un ratito. No, responde la maestra y él hace un puchero y se pone a borrar para que crean que había escrito.
Mira a Lisandro que tiene la hoja llena de números y suspira porque sabe que no le alcanzará el tiempo para copiar. Otra vez clava los ojos en la puerta y sonríe cuando ve que desde afuera los de quinto le hacen morisquetas burlándose. Dele seño, insiste. Ella lo mira, suspira. ¿Necesitás ir al baño?, le pregunta. No, seño, quiero ir a jugar. A la salida, cuando vayas a tu casa, le dice la seño y sigue escribiendo en el registro.
A la salida me voy a la esquina, seño, a vender los pastelitos de mi mamá.
No tengo zapatillas
(Nina Ferrari)
Hoy fui a la escuela en coche, porque mi amigo Facu se ofreció a llevarme para que no me moje.
Estaba esperando en la esquina, y volví corriendo a casa: me había olvidado la bolsa.
Ayer en el grupo, pidieron si alguien tenía un par de zapatillas para darle a un nene, que no está yendo a la escuela por ese motivo.
Siempre los días de lluvia, cuando van poquitos (hoy eran cinco) aprovecho y les leo. Entre otros cuentos, el infaltable siempre es “Las zapatillas de Sarita” de Juan Solá.
Yo creo, sin temor a equivocarme, que ya lo habré leído, al menos, veinte veces en voz alta. Casi me lo sé de memoria.
Pero hoy, al leerlo, la emoción me jugó una mala pasada. No pude evitar llorar. Les pedí disculpas a los niñxs, les dije que era un cuento que me emocionaba mucho, por lo lindo que es.
Siempre tratamos de decirles mentiras piadosas, porque lxs adultxs nos esforzamos por vernos seguros y fuertes, así ellos tienen el permiso, y el derecho, de ser inocentes, frágiles y vulnerables.
Es cierto que me conmueve la belleza del cuento, pero sé también, que lloré por la bolsa con las zapatillas, por ese niño que anda descalzo, y por sus padres, que deben sentir la más dolorosa de las impotencias.
Lloré porque enseguida, entró, como un viento furioso que abre, con un golpe, una ventana, el recuerdo de una de las últimas conversaciones que tuve con mi mamá. Yo empezaba a dar clases, en un barrio muy alejado, periférico, en un cuarto grado hermoso, que amaba el teatro. Un día esperando el colectivo, pasó uno de mis alumnos que venía faltando hace mucho, lo llamé, lo abracé y le pregunté.
–Leandro, ¿por qué no estás viniendo?
–Porque no tengo zapatillas.
Bajé la mirada, y vi que estaba descalzo.
–Chau profe.
Me quedé muda, no pude contestarle nada. Me subí al colectivo y lloré todo el viaje de vuelta. Mi mamá, cuando se le conté, me dijo que estaba orgullosa de tener una hija que llorara por esas cosas, que le iba a contar a mi papá, porque quería decir que habían hecho un buen trabajo. Y que yo no tenía que estar triste, sino contenta, de saber que tenía la oportunidad de hacer jugar y actuar a quienes más lo necesitaban.
Lloré también al recordar a todxs a mis amadxs amigxs, que amorosamente, tantas zapatillas de contención y compañía me dieron, cuando me tocó quedarme descalza, sin amparo.
Lloré por mi país, porque pensé que ya habíamos dejado atrás las épocas de pies descalzos, llantos de hambre y carros cartoneros.
Y lloré por mis docentes, que quizá sin saberlo, me salvaron tantas veces con sus clases, haciéndome jugar, actuar y escribir, a mí, que era quien más lo necesitaba.